Finales de los años `90 y principios del 2.000, miles de campesinos entregaron sus terrenos por dos pesos a señores que decidieron volcarse a la inversión en terrenos para iniciar el llamado agronegocio, una palabra que sonaba linda y que, para algunos, sumidos en la ignorancia, representaba el progreso de su zona.
Lo cierto es que, unos pocos se hicieron de grandes
porciones de tierra a un valor casi ínfimo. Quienes las vendían hasta llegaron
a entregar la totalidad de sus tierras para buscar futuro en las ciudades, pero
una vez llegados a las urbes, se dieron cuenta que el dinero que habían recibido
no alcanzaba apenas para un pequeño terreno alejado del centro y sin los
servicios esenciales.
Allí recién cayeron en la razón de aquellos que se habían negado
a soltar sus tierras y que se resistían a venderlas, pese incluso a los daños
que sufrirían posteriormente, como las fumigaciones aéreas que terminarían con
sus ganados y sus siembras.
Esta es una síntesis de una realidad que no se cuenta. La frase
“la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer” se aplica a la perfección
a esta situación.
El agronegocio surgió en la Argentina a mediados del siglo
pasado, pero solo se había expandido a regiones consideradas fértiles o aptas
para el desarrollo de cultivos, como Buenos Aires, La Pampa, Santa Fe y
Córdoba. Sin embargo, los avances de los negocios del campo fueron expandiéndose,
tomando de a poco a las provincias que se encontraban aptas y con suelos fértiles,
hasta que a mediados de los ´90 se avanzó de forma arrasadora con provincias
que, hasta poco tiempo antes, eran consideradas no aptas.
Las regiones limítrofes fueron los principales puntos
invadidos con propuestas de compras de terrenos. Así, Santiago del Estero vio
la expansión de la frontera agrícola santafesina, chaqueña, y finalmente la tucumana,
siendo despojada esta provincia de todos sus montes, hasta convertirse en lo
que hoy se aprecia.
La palabra “progreso” significó el eslabón clave para conquistar
a los campesinos. El empresario fue
inteligente y se aprovechó de la ignorancia de la gente del campo, los cuales
solo veían como algo maravilloso los trabajos de la ciudad, y así, entregaron
el mayor de sus bienes, la tierra, y emigraron a las ciudades donde chocaron
con una realidad, el trabajo calificado.
Sin educación y carentes de oficios propios de la ciudad,
sumado a los pocos mangos por los cuales entregaron sus tierras, solo pasaron a
convertirse en la sociedad marginal, los excluidos, los indigentes. Volver atrás
ya fue difícil, sus tierras que habían vendido por 200 pesos la hectárea,
pasaron a costar 1.200 pesos, algo inalcanzable.
Lo peor de todo, es que el campesino no se dio cuenta
hasta que aparecieron “gente de ciudad” que los empezó a alertar, a hablarles
del Medio Ambiente, de lo bello que es lo autóctono y la auto sustentabilidad.
Hoy en día el campesinado resiste, con pocas fuerzas pero
resiste al avance insaciable del agronegocio mal entendido, que ha sabido
encontrar las flaquezas en la propia gente del campo para incluso, ponerlos en contra
uno de otros, apenas por unos pocos mangos.
La desunión del campesinado les ha servido y sirve actualmente
como una herramienta vital para avanzar en contra de quienes se aferran a
defender lo propio, lo de sus ancestros, aquello que aman.
Unos pocos campesinos están entendiendo que, un auto, una casa
en la ciudad y unos pocos mangos en los bolsillos en algún momento se terminan,
en cambio lo que da la tierra, eso, eso no termina jamás.
Comentarios
Publicar un comentario